ENCRUCIJADAS DE OTOÑO. UNA TARDE EN “LITTLE HAVANA” ©
UN ENCUENTRO ENTRE LA ESPERANZA Y EL DESASOSIEGO.
El aire de aquel octubre de 2002 pesaba distinto, como si arrastrara consigo hojas secas y memorias persistentes. El terapeuta, aún nuevo en tierras ajenas, sentía en cada paso el peso de su inexperiencia ante lo desconocido. Cada barrio, cada rostro, cada historia se desplegaba como un territorio por explorar, lleno de silencios y fronteras invisibles. En su búsqueda de comprender la manera más adecuada de acercarse a quienes le resultaban tan lejanos, recibió el llamado de una abuela cansada, portadora de siglos en sus manos y cicatrices en la voz.
La tarde lo llevó
la morada de Mateo Ruan en “Little Havana” situada en el segundo piso de un
edificio que parecía resistirse al olvido, donde los muros guardaban secretos y
el tiempo se filtraba por las grietas y los maderos. Subió los peldaños
gastados hasta el segundo piso, acompañado del eco de sus propios pensamientos.
Apenas cruzó el umbral, el aire denso de “cannabis” que flotaba en el ambiente,
que de manera irrespetuosamente invadía el hogar, lo envolvió, chocando con la
fragilidad de la anciana, quien se apresuró a disculparse con una resignación
aprendida: “Desgraciadamente, doctor, éste es el lugar donde me ha tocado
vivir”.
El terapeuta
observó, casi sin querer, las cicatrices de la vivienda: agujeros en las
paredes hechos a puñetazos, huellas furiosas de una historia doméstica violenta
y sostenida. La abuela, notando la inquietud en la mirada del visitante,
confesó con prisa y dolor: “Por eso he ido en busca de usted”.
Sentados entre
muebles cansados de tanto aguantar, la abuela relató la historia de su nieto
Mateo, un adolescente que había quedado a su cargo tras el abandono materno. El
chico, apenas dieciséis años, se había resbalado poco a poco hacia la sombra de
las drogas, perdiendo el rumbo entre compañías desafortunadas y ausencias
escolares. La rebeldía se le había vuelto una segunda piel, y la depresión lo
arrastraba a largos encierros en su cuarto en los que el tiempo parecía
detenerse.
“Usted no sabe
cuántos psicólogos y psiquiatras he visitado buscando alivio para este niño que
tanto he querido”, murmuró la abuela, la voz temblorosa y los ojos llenos de
súplicas mudas. “He llamado al 911 para hospitalizarlo más veces de las que
quisiera recordar. ¡Cuánto he sufrido! He perdido mis esperanzas. No sé qué
hacer. Mire a ver que puede usted hacer. Que me perdone Dios, pero él sabe que
mirando al cielo mil veces le he dicho: Señor, sabes cuál ha sido mi vida, en
tus manos lo dejo; por favor, yo necesito un poco de paz”.
Mateo no estaba
en casa. Su ausencia era, al mismo tiempo, un grito y un silencio. Después de
completar la Admisión, el terapeuta, reconociendo el dolor y la fatiga de la
mujer, ofreció ese día lo único que podía: empatía, escucha, y la promesa de
intentar acompañarla, aunque la ruta estuviera llena de incertidumbres.
En ese pequeño
apartamento, rodeado de cicatrices físicas y emocionales, el terapeuta
comprendió que, a veces, el primer paso no es sanar, sino simplemente estar
allí, compartiendo el peso de la desesperanza y abriendo un resquicio para la
esperanza. (08-06-25)
NOTA:
Las fechas, datos personales y locaciones han sido sustituidos para proteger la
identidad del paciente.
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