LA TARDE EN QUE RODOLFO BUSCO LA PAZ: UNA EXPLORACIÓN SOBRE LA FELICIDAD ©
REFLEXIONES DESDE LA SALA DE TERAPIA
Era una tarde
fría de invierno en el año 2022. Afuera, el soplo del viento se entrelazaba con
las ramas desnudas de los árboles, mientras una fina llovizna pintaba de gris
los ventanales de la clínica. Rodolfo, con el ceño fruncido y los dedos
entrelazados en un gesto nervioso, esperaba en la sala de estar. El reloj,
indiferente, marcaba el paso del tiempo con su tic-tac constante, aunque para
Rodolfo cada minuto se estiraba en una eternidad llena de zozobra.
A sus cincuenta y
dos años, Rodolfo podía mirar hacia atrás y contemplar una vida que, para la
mayoría, sería digna de admiración: había alcanzado logros profesionales
envidiables, gozaba de buena salud física y tenía asegurado el bienestar
material. Sin embargo, todo ello parecía haberse desvanecido en la periferia de
su conciencia, relegado a un segundo plano por la intensidad del dolor que lo
asaltaba. No importaban los logros ni los reconocimientos, ni el auto brillante
aparcado en la entrada o las vacaciones de años pasados. Nada tenía ahora más
peso que esa pregunta que le martillaba el espíritu: “¿Por qué esto me pasa a
mí?”
Los pensamientos
de Rodolfo giraban en una espiral sin salida, como hojas secas arrastradas por
el viento de su ansiedad. El reciente evento adverso que lo había golpeado —una
noticia devastadora en el corazón de su vida personal— lo sumía en un estado de
perplejidad y abatimiento. Se encontraba preso de emociones que ni siquiera
podía nombrar por completo: una mezcla de tristeza, enojo, confusión y miedo,
que lo hacían sentir desamparado, casi a la deriva en su propio interior.
Por fin, una voz
suave le indicó que podía pasar a la consulta. Tomó aire profundo, tratando de
recomponerse, pero al cruzar el umbral de la sala de terapia, la carga
emocional se hizo aún más pesada. No necesitó mayor invitación ni preguntas
para comenzar a desbordarse. Como si la sola presencia del terapeuta hubiera
abierto una compuerta, Rodolfo empezó a hablar, a dejar fluir todo aquello que
llevaba reprimido: expuso sus temores, su infelicidad, el desconcierto ante lo
que sentía y, sobre todo, su incapacidad para comprender por qué, pese a las
“buenas cartas” que le había dado la vida, ahora se sentía tan miserable.
“Doctor, estas
cosas me hacen sentir infeliz y desgraciado; no sé qué hacer”, confesó, con la
voz quebrada y los ojos húmedos.
El terapeuta, de
gesto sereno, lo invitó a respirar hondo y le propuso abordar el conflicto con
calma, desmenuzando cada una de sus aristas. “En la vida, todo tiene solución
menos la muerte”, le dijo con una sonrisa compasiva. “Para cada problema
existen al menos tres salidas, pero hay que darse la oportunidad de buscarlas”.
Las palabras, lejos de ser una receta mágica, abrieron un resquicio de
esperanza en el alma atribulada de Rodolfo.
Ya más calmado,
Rodolfo pudo relatar el corazón de su conflicto: su esposa, con quien había
compartido años de vida y quien aún dice profesarle cariño, le había comunicado
el deseo de separarse por un tiempo. Necesitaba espacio para pensar, para
decidir sobre el futuro de la relación. Rodolfo reconoció que la vida conyugal
no había sido sencilla: las discusiones, las ofensas y las desatenciones se
habían vuelto parte del paisaje cotidiano. Sin embargo, aún la amaba
profundamente, y la perspectiva de perderla lo sumía en una angustia que lo
desbordaba.
Fue en ese
momento cuando, incapaz de soportar el peso de la indecisión, Rodolfo lanzó la
pregunta que lo perseguía: “¿Qué debo hacer, doctor? ¿Cómo puedo sentirme
nuevamente feliz?”
El terapeuta no
tardó en recordarle uno de los principios más esenciales de su profesión:
“Nadie puede decidir por otra persona. La decisión debe surgir de ti”. Pero no
lo dejó solo ante el abismo. Aprovechó la ocasión para introducir un tema
fundamental: la felicidad.
Le explicó a
Rodolfo que la felicidad no era un estado externo, ni una meta que se alcanzara
acumulando logros, bienes o reconocimientos. Era, más bien, una experiencia que
nacía del interior, una construcción personal no dependiente de circunstancias
cambiantes. El bienestar —prosiguió el terapeuta— es una consecuencia de poseer
o alcanzar cosas materiales o situaciones favorables, pero la felicidad es un
estado más profundo, una serenidad que emana de la aceptación y el equilibrio
interno.
“Mucho se ha
escrito y hablado sobre la felicidad”, le comentó el terapeuta, “y, sin
embargo, sigue siendo un concepto escurridizo, interpretado de mil maneras.
Pero, “si hay algo que se le aproxima, es la paz”. La paz interior es el suelo
fértil donde puede florecer lo que llamamos felicidad”.
Por un momento,
Rodolfo guardó silencio. Meditó en aquellas palabras, como quien saborea una
fruta desconocida. La idea de la paz le resultaba atractiva, pero también le
parecía inalcanzable en ese momento. ¿Cómo se podía hallar paz en medio del
caos emocional que sentía?
El terapeuta,
atento a sus pensamientos, fue más allá. “Como me has pedido que te oriente
sobre qué hacer, solo puedo decirte: haz aquello que te brinde paz. No se trata
de elegir lo que menos duela, ni lo que otros esperan de ti, sino lo que, en lo
más profundo de tu ser, te devuelva la calma”.
El ambiente de la
sala, impregnado de una luz suave y cálida, parecía invitar a la reflexión.
Rodolfo, por primera vez desde aquel fatídico anuncio de su esposa, sintió que
podía respirar un poco más hondo. Algo en su interior comenzaba a ceder, como
el hielo que se resquebraja al final del invierno.
A partir de ese
momento, ya no buscó respuestas afuera ni culpables en las circunstancias.
Dedicó el resto de la sesión —y los días que siguieron— a explorar honestamente
sus emociones. Se permitió llorar por las pérdidas, pero también agradecer por
lo vivido. Comenzó a escribir en un cuaderno, a modo de diario, lo que sentía
al despertar cada mañana. En cada página, Rodolfo trataba de identificar lo que
le producía calma, aunque fuera solo por minutos: un paseo al amanecer, el
aroma del café recién hecho, la melodía lejana de una canción.
El proceso no fue
fácil ni inmediato. Hubo recaídas y días en que la tristeza volvía con renovada
fuerza. Pero poco a poco, a medida que Rodolfo aprendía a escuchar sus
verdaderas necesidades, fue descubriendo que la paz no dependía de lo que
sucediera a su alrededor, sino de la forma en que elegía responder a esos
eventos.
En sus
conversaciones posteriores con el terapeuta, Rodolfo fue delineando sus propias
rutas de salida. Entendió que podía amar a su esposa, pero también respetar sus
deseos y aceptar el espacio que ella necesitaba. Aprendió que, aunque el dolor
era inevitable, el sufrimiento añadía una capa innecesaria cuando uno se
aferraba a lo incontrolable. Descubrió la importancia de perdonarse y soltar la
culpa, de valorar lo bueno que había construido y, sobre todo, de confiar en
que la felicidad podía renacer, aunque bajo nuevas formas.
Con el paso de
los meses, Rodolfo fue sintiéndose cada vez más ligero. No porque el mundo
hubiera cambiado, sino porque él había aprendido a mirar de otra manera.
Comprendió que la felicidad no era un objetivo concreto, sino el resultado de
atreverse a vivir en paz consigo mismo, de abrazar tanto lo bueno como lo
difícil, de encontrar serenidad en el simple hecho de ser.
La experiencia de
esa tarde de invierno, lejos de ser un episodio aislado, se convirtió en el
inicio de una transformación profunda. Rodolfo ya no buscaba recetas rápidas ni
respuestas ajenas. Había aprendido, a través del dolor, que la vida está hecha
de cambios y de incertidumbre, y que la verdadera fortaleza reside en hallar
dentro de sí la calma necesaria para enfrentar lo que venga.
Y así, mientras
el invierno daba paso a la tibia promesa de la primavera, Rodolfo descubría
que, en el fondo, la felicidad no era otra cosa que la capacidad de encontrar
paz en medio del vaivén inevitable de la existencia humana. (08-03-25)
NOTA: Las fechas, datos personales y locaciones han sido
sustituidas para proteger la identidad del paciente.
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